Me hablaron un día de un país donde las playas son de arena blanca, el mar es de color turquesa y el cielo es de un azul intenso. Me dijeron que a última hora del día, las palmeras se mecen al viento, y que esta experiencia idílica es como vivir un sueño.
Yo asentí con la cabeza porque he conocido paraísos tropicales y recordé los atardeceres serenos cuando el cielo se tiñe de rojo mientras el Sol se oculta en el horizonte.
Entonces, yo les hablé de otro lugar de la Tierra, donde son los cielos y no el mar, los que se vuelven turquesa o esmeralda en la oscuridad de la noche. Pero que otros días prefieren ser amarillos o anaranjados, y otros toman tonos inesperados y caprichosos, desde el violeta más suave al púrpura mas intenso.
Las luces del norte, iluminan el cielo con una gama riquísima de matices, que resaltan sobre el fondo estrellado de la noche boreal. Yo sé que no me creyeron, por eso les dije que todo es posible en un país donde, a veces, sale el Sol en mitad de la noche, y que contemplar este espectáculo supera a cualquier sueño.